Publicado en Ideal el 09/10/2008.
Nicolás María López Calera.
Hay dos cuestiones que quisiera plantear en torno a la actual crisis financiera que afecta a numerosos países y que tiene gravemente agobiados a medio mundo y a la otra mitad también.
Enunciadas brevemente dicen así:
1.ª La crisis financiera plantea una cuestión de principio: el sentido y las funciones del Estados en las sociedades del siglo XXI.
2.ª Es necesario un Estado intervencionista en los campos de los intereses públicos más fundamentales, entre los que están la economía, el trabajo, la salud y la educación, entre otros.
Vayamos a la cuestión de principio. No soy economista. No sé de economía. Pero tengo una cosa clara: la crisis económica actual no es una cuestión meramente técnica, de expertos (en economía). Hay una evidencia a la que no se puede resistir la economía. Y es que la economía, como cualquier otra actividad humana, depende de los principios en que se sustente, de los principios desde los que parta. No voy a negar, porque sería iluso, que la crisis económica mundial necesita las soluciones de los expertos, pero ninguna solución será válida y ni eficaz a largo plazo si no hay un replanteamiento serio de algunas cuestiones de principio en las que se ha de fundamentar un sistema económico. Y una de esas cuestiones que se ha de replantear hoy es reflexionar sobre el sentido y funciones del Estado en las sociedades del siglo XXI.
Dentro de esta genérica pero fundamental cuestión de principio está sin duda el reto, para políticos de derechas y de izquierdas, de determinar el mayor o menor protagonismo que se le puede asignar al Estado en la ordenación de la vida económica de un país. De nuevo se hace actual el dilema de los años 70: ¿más Estado o más mercado?
Sin embargo, la cruda realidad es que desde hace ya bastantes años se han impuesto como dogmática incontrovertible los principios y las prácticas un liberalismo económico perverso, ajeno lamentablemente a los buenos principios del liberalismo clásico. La crisis del Estado de Bienestar a finales de los 80 y el derrumbamiento del socialismo real abrió el camino a este desorden económico liberal, cuyas consecuencias ahora sufrimos. Eric Hobsbawm dice que el neoliberalismo es un sistema financiero mundial sin control y, en definitiva, una invitación al desastre. Ya no hay un comunismo que amenace los pilares de Occidente, pero las cosas no han cambiado para mejor, no hay un mundo mejor, más justo. La mano invisible del mercado que, según los liberales, guía las relaciones económicas a un buen puerto no existe. Y a la vista están las decenas de miles de personas que mueren todos los días, así como el expolio permanente de los recursos naturales de los pueblos más pobres, el destrozo de la naturaleza por la implantación de una industria depredadora, los cayucos y las pateras llenos a rebosar de seres humanos desesperados, etc… Estamos más cerca del caos.
Mi tesis es que la idea del Estado no debe ser abandonada como idea regulativa de cualquier orden social complejo. Esa es la cuestión de principio que debe tenerse en cuenta siempre. El Estado, como decía Hegel, es la realidad, en la cual el individuo tiene y goza su libertad, en cuanto sabe, cree y quiere lo universal. En el Estado ha de darse la armonía de sus fines generales y los intereses particulares de los individuos («Einheit seines allgemeinen Endszwecks und des besonderen Interesses der Individuen»). Ese es el principio, la idea, del ideal del Estado. Que se realice, que se haga realidad es otra cuestión que corresponde al nivel de las prácticas humanas, esto es, a la prudencia y a las relaciones reales de poder. Ahora bien, lo que no es un principio razonable para ser tenido como fundamento de un orden social y económico es la pura y simple individualidad a la búsqueda de su propio beneficio, como si de esa búsqueda individual o individualista pudiera devenir un bien común económico. Se necesita un Estado intervencionista, un Estado que intervenga decisivamente en la vida económica. No se enteran. La utopía de la abolición del poder estatal debe ser abandonada (Agnes Heller).
Estamos entrando en la segunda cuestión. Las cosas no pueden seguir así con unas economías internas pendientes siempre de los avatares de una economía global salvaje, des-regulada, incontrolada. Hace falta un poder democrático que imponga orden a nivel interno (el Estado) y a nivel internacional (¿un Estado mundial?). Ya sé que los fantasmas del estatalismo aparecen en cuanto se lanza una propuesta de esta naturaleza. Se tiene miedo al Estado. «Cualquier Estado más extenso violará los derechos de la persona a no ser forzada a ciertas cosas» (Robert Nozick). Sin embargo, hay un principio que debe ahuyentar los miedos. Si un Estado es democrático, aun con todas las miserias que comporta la democracia real, no debe temerse que un Estado intervenga. Por ello lo que debe hacerse no es marginar al Estado de la vida económica, como tampoco del mundo de la educación o de la salud, sino demandar más democracia, más legitimación democrática a las políticas de Estado. Esa es la revolución pendiente: que la democracia real se acerque cada vez más a los ideales regulativos de democracia y particularmente a los modelos establecidos en las constituciones democráticas. En todo caso los Estados democráticos realmente existentes que intervienen extensamente en la vida económica siempre proporcionan más altos niveles de justicia social y de distribución de la riqueza que los Estados liberales que, seguramente, posibilitan el aumento de la productividad y de la rentabilidad de los medios de producción y de las fuerzas del trabajo, pero con unos costos sociales muy fuertes, siempre soportados por los más débiles, como en estos tiempos se está demostrando. La actual crisis financiera está poniendo de manifiesto que no se puede dejar una economía a las simples leyes de la productividad, de la rentabilidad, porque la ambición de producir y de ganar tiende a no tener límites. No se puede hablar de justicia y bienestar social en una economía des-regulada, descontrolada. El respeto de determinados derechos sociales de individuos y colectividades, así como una justa distribución de la riqueza son factores reales más importantes a tener en cuenta que la productividad y la rentabilidad.
No soy nada amigo del sistema americano, pero me satisface que se haya producido una intervención estatal y democrática en el mundo del liberalismo económico más radical, aunque sea para salvar a unos ricos que podían hundir a numerosos y amplios grupos sociales. Sin embargo, el rescate financiero de la Administración norteamericana no es un hecho para tirar cohetes. Cuando los intereses económicos de los grandes propietarios de capital están en peligro se acude al Estado. Jürgen Habermas calificó de «capitalismo tardío» a estas intervenciones de urgencia del Estado cuando el mercado falla. Son intervenciones que vienen a satisfacer, en última instancia, los imperativos de un sistema económico injusto y que, en el mejor de los casos, tratan de evitar que una crisis económica conduzca a graves enfrentamientos de propietarios de capital y asalariados. Por otra parte también es muy negativo que el Estado norteamericano haya intervenido ‘a posteriori’. Como Estado liberal confeso no tenía preestablecidos una regulación y un control de los mercados financieros que pudieran haber impedido el desastre o la crisis en que se ha caído.
En todo caso, el Estado no puede desaparecer, como demuestran las medidas que se están adoptando en EE UU y en el seno de la Unión Europea. La crisis interna actual pone de relieve que el único agente que puede poner orden en una economía para que no sólo sea libre, productiva y rentable, sino también para que sea una economía justa es el Estado, como poder legitimado por la sociedad que es el sujeto originario de todo poder colectivo y el sujeto primero y el destinatario último de todo orden económico. En medio del ‘revival’ neoliberal de los 80, Víctor Pérez Díaz escribía que «la sociedad civil, incluso en el área erizada de dificultades de las relaciones socioeconómicas, muestra hoy una capacidad considerable de integración social y de creación de focos de solidaridad y comunidad. No necesita dosis masivas de ‘estatalidad’ para conseguir esa integración». La verdad es que la sociedad solita, sin la acción fuerte y coactiva, del Estado, deja mucho que desear. Menos mal que la sociedad norteamericana ha recibido ese regalo de 700.000 millones de dólares del Estado, porque de otro modo gran parte de esa sociedad norteamericana se hubiera ido a la miseria. La tesis neoliberal de desestatalizar y despolitizar la economía de mercado ya no se puede mantener por más tiempo.
Como se comprenderá, desde un punto de vista lógico, no hay nada más que esas dos alternativas: o libertad de mercado o intervención del Estado. Desde el punto de vista de la práctica, no hay respuestas definitivas para la decisiva y última cuestión de los límites de la libertad de mercado o de la intervención del Estado. En este sentido, se puede decir que hay casi incontables opciones de ordenar un sistema económico, aunque sin duda unas estarán más cerca o más lejos de las opciones ideales referidas (liberal o socialista). Si nos alejamos de las opciones liberales, puede ser que no haya tantas industrias y tantos bancos, pero seguramente estaremos más cerca de la justicia y más lejos de que los causantes de un desastre económico se puedan ir a sus casas con los bolsillos llenos de dólares o de euros.