SOBREVALORACIONES
José García Román
Hemos progresado mucho en generosidad para con nosotros mismos a la hora de valorar nuestras aptitudes, que cotizan al alza. El euro sigue camuflando abusos que muestran su verdadero rostro al ser traducidos en pesetas, divisas de una sociedad huérfana de intelectuales, que se creía progresista porque altavoces oficiales con presuntuosos aires democráticos así lo pregonaban, y por acudir sumisa a las urnas de lana.
El euro ha empobrecido a unos y ha enriquecido a otros, y además ha dado ínfulas para entrar en un mercado que es causa principal del mal que nos asola en un mundo de corrupción, jakuzzi, lifting, despilfarro, de doble moral, doble lenguaje, doble medida, doble contabilidad, doble miseria, muy atento a la oferta y demanda, auxiliado de los trucos de un sistema que barre para dentro –‘escobas’ no le faltan– y genera ilusorias expectativas, para dejar a los de siempre en los pasillos de los hospitales, en habitaciones con varias camas, en colas perpetuas suplicando vida digna, mientras la religión laica promete edenes y venturas a la vuelta de la esquina; una ‘religión’ con fuerte a olor a nuevo incienso.
Es triste comprobar que se ha instalado el “que me quiten lo bailado”, al mismo tiempo que desaparece la credibilidad en la clase política que no está por la labor de la regeneración, siembra desasosiego e incertidumbre y no presta atención al espíritu de servicio ni oye las voces de la ciudadanía que merece el respeto de ser escuchada y sufre la dictadura ladina del blindaje y la insolvencia, que ha conseguido imponer silencio hospitalario en el mal que padecemos: “abuso de poder, en cualquiera de sus niveles y manifestaciones”, en palabras de Ramoneda. Entre la lucha por el enriquecimiento rápido y brutal, y el maremagno de la sobrevaloración de talentos –cuando los hay–, hemos llegado a unos escandalosos límites, aceptados sin rubor por quienes deberían impedir situaciones impropias de un ideario que se autodefine virtuoso y honrado.
Arturo Checa comentaba en este periódico los extras de los dos últimos presidentes del gobierno de España (126.500 euros de Gas natural y 200.000 euros de Endesa); nos informaba también de lo que podrían cobrar por conferencia (veinte o treinta mil euros –de tres y medio a cinco millones de pesetas–), añadiendo que la remuneración del ex presidente Clinton por disertación es de 249.000 euros (cuarenta y un millones y medio de pesetas). Tenemos toda una vida, o lo que nos quede de ella, para aspirar a esa áurea meta. Parece razonable que las pagas que otorga la Administración –incluida la autonómica– a los que han prestado servicios especiales sólo deberían ser concedidas si se quedaran sin trabajo remunerado quienes han ocupado cargos de esa índole, que tantas puertas abren, pluses aparte, nada desdeñables. Es uno de los retos de esta democracia anoréxica, que provoca inevitable sonrojo.
¿Tan alto puede llegar a ser el precio de la palabra? Ciertos verbos van camino de convertirse en diamantes. ¿Cuál será el límite de cotización de la hora de los que se sienten en un despacho de cierta responsabilidad? ¿Quién lo decidirá, que no sea el mercado? Cabe pensar que la sociedad que aspira exclusivamente a hacerse rica, incrementar sus propiedades y comer pan de oro ha perdido el rumbo y no tiene horizontes. Pero la verdadera cuestión es si se pueden exigir unas fronteras decorosas, unas barreras –vergonzosamente instaladas en el campo de la investigación– para poder avanzar en el anhelo de un pueblo que no sale de su asombro ante una situación que escapa a calificativo alguno.
¿No sería mejor despedirse de la tediosa escena que no cesa de repetir el mismo guión; que cayera el telón definitivamente; que se marcharan los apuntadores no sin proclamar que “la función ha terminado, todos a casa, o al cortijo de la corrupción”, al son de aquella canción que entre otras cosa dice: “Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras. Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas”?
Por cierto, ¿cómo anda la bolsa de los otros valores, considerados sólidas columnas de la casa del nuevo progreso, en la que la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad sería la luz que iluminaría los senderos del mundo en el que la ‘igualdad’ –palabra con muletas, que ha sufrido abusos, ha sido ofendida gravemente y necesita rehabilitación– guiaría la política más avanzada? Si las dictaduras que pueden privar de la vida y derramar sangre son ignominiosas, las camufladas también, pues, del mismo modo que con no disimulado gusto sepultan a Montesquieu, osan imponer silencios ‘voluntarios’, sonrisas cómplices, aplausos ‘espontáneos’, considerando apagado aquel destello ilustrado de atreverse a saber, a pensar.
Y es que la vida parece que se ha convertido en un juego de pelota, cuyo objetivo es dar el pelotazo. Entrenadores y ejemplos no faltan.
Publicado en Ideal, 29 de enero de 2011