Garitos con tejadillo de hojalata

Publicado en Ideal el 11/07/2008.

José Prados Osuna.

Uno, cuando viaja a África, suele toparse en los arrabales de sus ciudades diminutas con una importante colección de tejadillos, símbolo del abandono y la pobreza de quienes allí habitan, modeladas por la corrupción y la estupidez de los que las dirigen.

Madrid, la capital del Estado, hasta no hace mucho, estuvo esculpida en su más visible rostro por un vergonzante emplazamiento de chabolismo y tejadillos, que un buen día el regidor decidió arrasar, como se arrasan las casuchas de madera en los parajes de Conneticut cuando los ciclones avanzan dislocados por la fuerza de Eolo.

Aquí en Granada, nuestra ciudad, que ama New York por su estrecha vinculación al MOMA y a los acantilados de hormigón, nuestros gobernantes han apreciado tal fenómeno y en un ejercicio de convencimiento sobre las bondades de la efímera moda, han desarrollado un vacuo símbolo americano y han dado a los granadinos la muestra de un nuevo museo de arte moderno al aire libre, estilo muralla nazarí rehabilitada, que agoniza entre pitas y torrecillas de canela.

Me refiero a la explanada del Violón, otro espacio de ferial, hace poco monumento a un abrevadero que recordaba los tiempos previos al uso del tranvía y que posiblemente tuviese su posta en el famoso Ventorrillo.

El alcalde Jara no supo qué hacer con ese espacio y quiso consagrarlo al ejercicio de la expresión pública y construyó un pequeño monumento que recordara aquel espíritu que Cádiz expandió en 1812 para todo el territorio nacional, que presidiera tal paraje en el que se concentrase el humilladero de los dos ríos de Granada, como la esencia de un nuevo periplo que para nuestra ciudad supuso la democracia y el no saber qué hacer con los espacios inútiles de nuestros domos, y que solemos rellenarlos con una multitud de objetos que nos sobran de cualquier lugar de la casa, tal como una doncelluela que se adorna con los abalorios de otros tiempos.

Bueno, pues allí estaba, allí se instalaba alguna entidad financiera, que nos sorprendía con unas exposiciones que a decir verdad alegraban y aromaban los espacios fétidos de la confluencia de nuestros románticos ríos.

Sin embargo, fue preciso dotar a la ciudad de los llamados equipamientos, sin la prevención y prudencia que debe vigilar cualquier acto de la administración. Situaron un aparcamiento monstruoso junto a unas riberas que la historia ha enseñado, a fuerza de la costumbre, a coger por sorpresa a los incautos, para arrastrar entre sus aguas a tanto desprevenido y ahogar entre sus fauces todo lo que está cercano a su influencia.

Pero no es este el motivo de mi sorpresa, sino el uso brutal del cemento para enterrar la historia, la esperpéntica como sistema, el espantajo, la estantigua a no poder más, la visión impropia de una ciudad como la nuestra que se eleva soberbia de sus singulares espacios, para situar encima de tales aparcamientos nada menos que siete garitos, distribuidos a placer, es decir, por donde les ha dado la gana, y que ‘primorosamente’ han coronado con tejadillos de hojalata. En el centro, casi a ras de suelo, un tejazo inmenso y la obra sin terminar, decorada sin pavimento. Han invadido las aceras, los pasos de peatones y los semáforos son usados para entrada y salida de vehículos; y lo que es peor, una falta absoluta de prudencia en un continuo paso escolar, en el que han colocado una tapia para que los ‘peques’ no puedan ver el peligro cuando sale un vehículo por la rampa del aparcamiento. ¿Son posibles más despropósitos? ¿Para quién se hacen los equipamientos de la ciudad? ¿Qué liberalidades se le han permitido a la empresa constructora, al diseñador y a sus empresarios?

Si las continuas visitas a otras ciudades hubiesen sido provechosas habrían percibido que las entradas y salidas de los aparcamientos son respetuosas con el entorno y con los ciudadanos, que los garitos, que se hacen para situar las máquinas tragaperras, deben esconderse bajo tierra usando espacio del aparcamiento y no el de los ciudadanos a quienes pertenecen las plazas públicas. Que ya está bien de tanto sacrificar al ciudadano, sus seguridades y derechos en mor del interés y el negocio privado.

Los ciudadanos no podemos exigir buen gusto a los políticos, porque ya sabemos que carecen de ello, pero sí tenemos la obligación de impedir que afeen nuestras ciudades, que abusen de lo que es patrimonio común, que respeten los entornos y pospongan lo lucrativo al interés general.

De todas formas es posible que haya caído en un grave error y toda esta obra sea consecuencia de un proyecto de arte moderno, fruto de las visitas al MOMA y de los paseos por la calle 54. Les invito a situarse al final de Poeta Manuel de Góngora y contemplen hacia el ocaso, desde otra perspectiva, «la puesta de sol más hermosa del mundo».

Artículo en Ideal digital.

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