Publicado en Ideal el 09/05/2008.
Miguel Pasquau Liaño
LA prensa lo llama monstruo, pero lo terrible es que es un hombre. Si fuera un ejemplar de otra especie bastaría con recluirlo en un zoológico, aislarlo en una reserva natural o abatirlo a tiros. Lo terrible es que es uno de los nuestros, alguien capaz de hablar y escribir, multiplicar y dividir, reír y pensar, sentir el arte y apreciar la armonía musical, saludar por las mañanas, pedir perdón al toparse con alguien en una esquina, dar las gracias a quien le cede el paso y dejar una propina al camarero. Tan inhumano, y resulta que es un hombre.
El camino de la maldad no es, por lo general, un terraplén abrupto, sino una suave pendiente hecha de pequeñas transgresiones normalmente cubiertas por la mentira, que van encadenándose unas con otras en una progresión demoledora: el doble de uno es dos, pero el doble de dos es ya cuatro, y el de cuatro, ocho. La maldad no es un salto abismal ni una opción deliberada en un cruce de caminos nítido entre el bien y el mal, sino el resultado inexplicable de pequeños pasos que, cada uno, podrían ser explicados y comprendidos. La gran maldad es un poco a poco, igual que la corrupción y la perversión. Sin ningún argumento empírico, ni siquiera racional, yo sostengo que los monstruos, salvo que además de dañinos sean cínicos, siempre se perdonan a sí mismos, porque se creen en disposición de dar marcha atrás en cualquier momento, igual que el fumador está seguro de que cualquier lunes dejará el tabaco. En ese complicado proceso mental la mentira cumple su función de conservar la apariencia, a través de la cual algún día será posible la ‘reinserción’, el abandono de la cloaca interna o del sótano infernal: la mentira propicia una impunidad provisional, y la impunidad evita el estigma. El monstruo se instala en su mentira, cerca su impunidad, esconde su vicio, pero el vicio, como la obsesión en ‘Casa tomada’ -ese monumental relato de Julio Cortázar-, va avanzando, va ocupando estancias y arrinconando al hombre, que cree estar defendiéndose con puertas cerradas de una invasión exterior, incapaz de darse cuenta de que él no es el inquilino pertrechado en la última habitación libre, sino que es la casa misma.
Una de las mejores creaciones literarias de Muñoz Molina es el asesino de ‘Plenilunio’. En esta novela encontrarán a un monstruo que, además de abominable (eso es fácil de conseguir), es creíble. Y es creíble porque me parece que está construido con los mimbres de la personalidad del escritor: ese asesino cuya mirada buscaba por las calles de la ciudad el inspector no es sino la peor de las versiones posibles que Muñoz Molina pudo imaginar de sí mismo. No está hecho de madera, de plástico o de fantasía, sino que está alimentado por una introspección del escritor, lúcidamente capaz de mirarse a sí mismo y descubrir toboganes hacia lo perverso. Cada cual puede pensar qué tipo de monstruo podría llegar a ser si las torceduras de la vida y las claudicaciones morales fuesen tomando el peor de los derroteros. Cada cual puede ser héroe, puede ser santo, y puede también ser monstruo, pero me temo que lo que abre las llaves hacia la fuente o hacia el sumidero no es sólo la libertad, sino la libertad y todo lo demás.
Esto no es relativismo moral, sino lo contrario. Creo que la moralidad, es decir, la actitud vital de ajustar la vida propia a la mejor imagen posible de uno mismo, no es un juego de apariencias, sino una tensión que no está garantizada en su pugna con la relajación: quien no haya claudicado gravemente varias veces en su vida, que tire la primera piedra. Ignoro si es herético decir que la moral no es un atributo innato de la condición humana, sino sólo una aspiración, pero me atrevo a creer que sin voluntarismo no hay moral, y que por tanto es preciso enseñarla, provocarla, y hasta blindarla civilmente con normas e instituciones: en el fondo, eso es la civilización. Además de un conjunto de recursos contra el miedo que se hereda de generación en generación, la civilización es una arquitectura al servicio de una concepción moral de la vida social. Sin la civilización, los impulsos morales no llenarían ningún embalse, no se encauzarían hacia acequias de riego, no llegarían al vaso que sacia la sed. Naturalmente, hablo de moral, y no de moralinas.
El monstruo de Austria tiene figura humana. No vive en el fondo de ningún lago, ni exhala fuego. Hizo tanto daño en ese sótano, pero tiene el mismo genoma que usted y yo. Está hecho de materia humana. Quien hoy quiera seguir reivindicando el ‘humanismo’, debe apresurarse a explicar que lo que está defendiendo es la civilización, la ética solidificada en tantos diques contra el horror: los derechos humanos, la democracia, el derecho, la mediación del juez en los conflictos de intereses, el control coercitivo de la violencia privada, la prohibición de la venganza. Tan humano es el delito como la virtud, tan artificial es la vacuna contra la malaria como la inyección letal. Pero los siglos han decantado una regla moral de indiscutible superioridad frente a su contrario: no es ya la compasión; es, más modestamente, la regla de no hacer daño. ‘Alterum non laedere’, no dañar al otro. Hay demasiadas víctimas como para no empeñarse en el objetivo de dignificar y prestigiar ese patrimonio moral que a diario ha de hacer las cuentas con otras pulsiones humanas, como la de la dominación, el poder o la satisfacción de los deseos sin más límite que el de lo posible e imposible. Si en la escuela quiere enseñarse el valor de esas grandes reglas morales en las que nos gusta reconocernos como especie y como sociedad de ciudadanos, ha de hacerse con tino: y para ello, una primera condición es saber mirar a la maldad no como se mira a un monstruo exótico, sino con ánimo de conocerse a sí mismo.