Publicado en Ideal el 15/04/2007.
José García Román.
No hay orquesta que se libre de tensiones. Y es natural, pues la complejidad de una familia de estas características origina situaciones no fáciles de controlar. En cuántas orquestas existen muros invisibles y compartimentos estancos sutiles entre los atriles, que imposibilitan una comunicación fluida, aunque los músicos estén codo con codo, brazo con brazo, aliento con aliento. Pero este frágil mundo se sostiene con pactos, convenios o contratos que no ocultan aspiraciones de escalafón o abandono de la corte de los sonidos orquestales con el fin de conseguir el lugar privilegiado del solista o de la batuta. No es estraño que en algunos atriles anide la frustración, como sucede en la pequeña tribuna del podio, amado y odiado, al mismo tiempo, por la orquesta.
En el país de la música hay demasiada ambición, excesivo ego, abundante extravagancia, soberbia y capricho, y también mucha inteligencia, sensibilidad, creatividad y belleza. Somos los músicos gente rara y maniática, y se nos tacha de exquisitos, lo que no cae bien a la sociedad, que aunque en unos casos quiere llaneza y ausencia de encumbramiento, en otros se entrega neciamente a lo estrambótico, a la vulgaridad de espectáculos rentables con escenificaciones de focos, sudores y exhibiciones cuya vida es tan larga como la del eco.
En tiempos del dios Karajan, cuando los problemas de la Filarmónica de Berlín salían a la luz pública, sobre todo en periodo electoral, los políticos se inquietaban y hasta sentían miedo ante las posibles consecuencias (“el Támesis es a Londres, lo que la Filarmónica a Berlín”, se solía decir en aquella época), como si se estuviera descubriendo el Mediterráneo. Es evidente que había intereses en juego, pero en cierta medida una parte de Berlín se comportaba como si fuese un pueblo amurallado. Los conflictos de las orquestas que no se refieran a la economía y al IPC tienen que ser arbitrados por la autoridad que nace de una cabeza disciplinada, con criterios exclusivamente estéticos -y por tanto, éticos-, y anhelos de servir a la música, que en tantas ocasiones exige nadar o ahogarse en los mares procelosos de la interpretación, y que, en la medida de lo posible, aconseja permanecer a una distancia prudente de frivolidades, para evitar escándalos en la zona más débil de la sociedad que sufre serios problemas para llegar a final de mes. En general, la música llamada clásica importa poco a los medios de comunicación, que es lo mismo que decir a la colectividad.
Por tratarse de una de las cimas de la interpretación musical, he traído a un primer plano a la Orquesta Filarmónica de Berlín, que fue fundada en 1881 por cincuenta músicos con el objetivo de no someterse al comportamiento dictatorial de los directores, para lo que redactaron unos estatutos democráticos. Con Karajan al final de su ciclo triunfal los músicos se negaban a renunciar a la herencia por muy poderoso y célebre que fuese su director-estrella. Cuando reclamaron nuevos reglamentos, Karajan contestó: «¿Qué pretenden? ¿Que antes de indicar un ‘pianissimo’ lo someta a votación?».
El flautista James Galway, que trabajó con Herbert von Karajan al frente de la Filarmónica de Berlín, dijo de esta orquesta en una ocasión: «Es problemática». Los músicos reciben un buen salario, son admirados y muy respetados. Sus egos son muy fuertes. Y Karajan contribuyó a crear esta situación”. En el conflicto surgido a raíz de las pruebas que le hicieron a la clarinetista Meyer en los últimos años de actividad del genio salzburgués, el compositor y timbalero Werner Thärichen dijo que era importante que la orquesta opinara acerca de los nuevos músicos, pues la decisión contribuía al ‘sonido’ fundamental de la misma. En cambio, el contrabajista Rainer Zepperitz, uno de los representantes oficiales de la Filarmónica, aconsejó cautela en esta situación: “Ahora que estamos con problemas, debemos hacer todo lo posible para solucionarlos”. La Orquesta de Berlín tal vez no sea el mejor ejemplo que pueda servir para otras orquestas que ni tienen su trayectoria, ni sus orígenes, pero ofrece una imagen de sumo interés para las cuestiones que lindan con la autogestión.
Los directores son (deben ser) unos dictadores en el podio -Karajan inspiraba mucho respeto y poca simpatía-, porque se eligen para imponer criterios que se consideran valores objetivos en el mundo doctrinal y musicológico, ajenos por tanto a pasillos donde brilla por su ausencia la profesionalidad y mandan la publicidad, los pálpitos amateuristas o la mercadotecnia. Hablamos de directores de verdad, de directores con personalidad que tallan el sonido y esculpen el silencio, que son capaces de conducir con la mirada, con los ojos cerrados, con un simple gesto o un leve movimiento de dedos a miles de criaturas que viven en el papel pautado por lugares tan desérticos y guiarlas a la tierra prometida de la Música, y escudriñar lo que a tantos ojos y oídos se les escapa. Sin directores no hay orquestas que puedan llevar a cabo proyectos sonoros con posibilidad de derribar muros de insensibilidades para dar paso a los torrentes de la emoción. Donde hay una orquesta respetada y con personalidad, hay músicos brillantes y un director que impone su autoridad con versiones creativas que en demasiadas ocasiones no son valoradas como y por quien corresponde. Y sin embargo, cuántas veces se escriben despropósitos en interpretaciones mediocres, gracias a una interesada publicidad. Es problemático el mundo del podio, hasta tal punto que la orquesta nunca encontrará el director de su vida; ni el director la orquesta de sus sueños.
La Orquesta Ciudad de Granada -a la que me siento vinculado desde antes de que se pusiera la primera piedra o el primer atril-, que ha ido haciéndose de un nombre que es respetado por su voz, timbre y estilo, en estos días ocupa espacios en los medios de comunicación por problemas que no deben generar alarma alguna. Nada que no ocurra en otras orquestas y que no haya sido superado siempre con una buena dosis de realismo a la sombra de una ética y con todas las cartas encima de la mesa. Nadie pone en duda que ser interpretado por la Orquesta Ciudad de Granada es un gran honor, pues se trata de una formación afinada que entiende con facilidad los lenguajes y estilos de diversas épocas. Mis luces y mi oído me dicen que nuestra orquesta posee un sonido excelente y tiene un director titular -el maestro J. Jacques Kantorow- de batuta fina, certera y adecuada.
La Orquesta Ciudad de Granada es parte de nuestro mejor patrimonio artístico y cultural, un valor en la Europa culta, una embajadora en todo el sentido que el término implica, con vocación de modernidad, con ‘tempo’ y expresión ajustados a ambientes barrocos, aires clásicos, atmósferas románticas y timbres de nuestros días, que emprende aventuras cada amanecer como antaño hiciera Don Quijote. Estoy seguro que con su capacidad de autocrítica no perderá de vista los horizontes morales, éticos y estéticos, sabiendo que presta un servicio a la Música que posee en Granada una de sus moradas preferidas.