Dinero en ‘Mi Mayor’

Publicado en Ideal el 24/07/2007.

José García Román.

Con bastante frecuencia nos empeñamos en marcarle el paso al arte que consideramos elitista y le ponemos zancadillas, intentando domeñarle con estratagemas a cambio de productos fáciles de ser digeridos, como si el pensamiento y la creación pudieran soportar fronteras. No siempre el dinero público cumple con su cometido, principalmente por falta de pautas o de preparación adecuada de sus gestores. Por otro lado, no solemos ser proclives a abrir las puertas y ventanas para que circule un nuevo aire buscador de horizontes, explorador de tierras desconocidas, conquistador de paisajes sonoros, inventor de fórmulas mágicas y alentador de fuegos sagrados sin los que difícilmente podrá resistir la sociedad las oscuridades del día y de la noche.

No obstante, hemos de recordar que voces autorizadas han insistido en que la población no cambia con el arte ni con la música. Son otros los factores que intervienen en esa aventura y que están incluidos en la palabra libertad. Una libertad que tiene su razón de ser en el marco de la educación integral, que ha de contemplar la sensibilidad, y con ésta tantos valores hoy denostados y desusados por mor de dirigismos e iluminismos interesados. Lo cómodo y rentable -se nos inculca de manera sutil- es caminar impulsados por los vientos del consumismo y de la demanda, que, tras el obligado día de sumisiones y servicio, hacen caja cada atardecer y dan nuevas oportunidades hasta quedar exangüe la tarjeta de crédito. Por esta razón, ante la anemia de mecenazgo y ausencia de reivindicación, el dinero público, o cuasi público, es auxilio imprescindible para la buena salud cultural.

El mundo del arte y, por tanto, de la música es arduo y problemático, y sufre graves embates debido al ambiente de confusión y desorden que lo rodea. El instinto impulsa a desear ‘estar’, con los medios que sean precisos, con tal de ir consiguiendo fama y dinero, y hacerse del pedestal de ‘divo’ -aunque conlleve la negación de lo más esencial-, olvidándose que para ser estrella es preciso gozar de un auténtico destello y traer algún ‘fuego’ nuevo al terruño que habitamos, lo que no parece asunto fácil. Tal proeza autorizará a hablar de los honorarios, que en no pocas ocasiones sólo reflejan una puesta en escena que por ignorancia o poder se impone sin justificación alguna. La fama es una cosa, y el respeto aquilatado y contrastado, otra. La fama, que vuela rauda, a veces va ligerita de equipaje, sólo avalada por una publicidad que nada tiene que ver con la realidad que pregona. Hay aspirantes a ‘divos’ que de la noche a la mañana deciden entrar en bolsa y ser importantes por el caché, generando problemas a los que administran los dineros públicos, que oyen las críticas dirigidas contra la elite que quiere disfrutar de espectáculos en los que se aplaude a destiempo, se tose a voluntad y se opina con ligereza, a costa de asignaciones onerosas, en una democracia de sonrisa triunfante que nada en la abundancia. «Que se lo paguen ellos -como se pagan sus ‘delicatessen’- o las fundaciones privadas», vienen a decir.

En 1987, Ernest Fleischemann, director ejecutivo de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles, con motivo de la apertura de curso del Instituto de Música Cleveland, manifestaba: «La Orquesta Sinfónica ha muerto. Larga vida a la Comunidad de Músicos. Ha muerto porque los conciertos sinfónicos se han convertido en algo insípido y predecible; los músicos y las audiencias sufren una rutina repetitiva y una programación de acuerdo a fórmulas; hay una gran escasez de directores que no sólo conozcan las partituras desde dentro, sino que sean leales inspiradores, y es igualmente grande la falta de administradores que posean visión e imaginación artísticas a la vez que responsabilidad fiscal y capacidad de negociar. ( ) ¿Es, pues, tan sorprendente que nuestras audiencias envejezcan cada año y que nuestros músicos estén cada vez más aburridos y frustrados, especialmente si la forma de dirigir el repertorio estándar tiende con frecuencia a no arrojar ninguna nueva luz sobre otra ‘Heróica’ más, sobre una nueva ‘Quinta’ de Tchaikovsky u otra ‘Inacabada’?». El tiempo no le ha dado la razón a Fleischemann en lo de la muerte de la orquesta, aunque indudablemente sufra una peligrosa crisis, cuyas causas primordiales se pusieron de manifiesto en el debate celebrado en una ciudad centroeuropea; un debate en el que se habló del costo real de los conciertos, de la simultaneidad de direcciones artísticas en las orquestas públicas, de la remuneración de directores, músicos y compositores, y se analizaron los desajustes que debían corregirse, pues podían provocar un colapso dañando el corazón de la música, por convertir el arte de los sonidos en una vulgar escalada para enriquecerse, como si se tratara de una empresa que genera pingües dividendos.

Se dice que la música cuesta mucho dinero a la administración, para tan pocos beneficiarios, y que se ha apoderado de ella la ‘mercadotecnia’, dando de lado a músicos extraordinarios que no tienen ‘imagen’ suficiente, pero que podían hacer el mismo papel -si no mejor- que algunos ya ‘instalados’. Como la música llamada clásica se sostiene gracias al dinero público -igual que tantas áreas de la cultura-, se hace necesaria una reflexión para poner un poco más de orden en la remuneración de las tareas, con la idea de encontrar un equilibrio, particularmente en la creación.

En España ya se han alzado voces solicitando una solución más justa y racional para el mundo de las corcheas. Porque el hecho de ser ‘grande’, o proclamarse como tal, no tiene por qué estar vinculado a cachés disparatados. Tal vez sea el momento de valorar a esos otros ‘grandes’ que oficialmente no lo son, ni exigen cachés altos, pero que son músicos que viven su ‘grandeza’ interior con la ilusión de construir edificios sonoros y cobrar el salario justo, del que trabaja para vivir bien pero no como soñara Honorato Balzac. Sobra dinero para algunos, y falta para otros. Las cosas no valen por lo que cuestan; es cosa de necios confundir valor con precio, dijo el poeta.

La ley de la oferta y la demanda debe tener unos lógicos límites cuando está de por medio el dinero público. Hay modelos de actuación que pueden solventarse con la contrapartida del prestigio de la institución que contrata. «Aquí pagamos esto. Si usted quiere lo toma y si no lo deja», dicen en ciertos lugares de renombre. Ya se ha dejado ver algún que otro manifiesto promovido por zonas deprimidas de la sociedad, gritando que los lujos se los pague el que pueda. Existen otras alternativas. Si nos tomamos a la ligera esto, conviene avisar que por el horizonte asoman nubarrones que parece que anuncian trémolos de bombos graves y timbales profundos.

Esta entrada fue publicada en Artículos de Opinión. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *

*


*

Puedes usar las siguientes etiquetas y atributos HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>