El oscuro silencio de las pizarras

Publicado en Ideal el 08/10/2007.

Mariluz Escribano Pueo.

Quedaron atrás los días azules del verano, esos que prestan libertad a los días, sosiegos y descansos, juegos afortunados, horarios indisciplinados aunque no nos movamos de nuestras casas y tengamos un horizonte cotidiano y, por tanto, conocido. Especialmente, los niños conocen a la perfección lo que significa la palabra vacaciones y cierran, a finales de junio, las puertas de sus aulas escolares sin cargos de conciencia ni penas añadidas, sin nostalgia, con la sensación impagable de que la hermosa libertad les espera en los campos, las placetas o el mar. A veces, la escuela de la calle es tan buena o más que la oficial llena de normativas asfixiantes, absurdas disciplinas, dictámenes coercitivos e imposiciones poco razonables. La enseñanza en las escuelas significa, hoy día, atravesar un camino pedregoso y lleno de dificultades administrativas y oficialistas que dificultan enormemente la indispensable creatividad de los maestros que dedican más tiempo a rellenar cuestionarios y seguir normativas sobre programaciones, que a los propios alumnos. La libertad que es buena para todo en esta vida, se encuentra especialmente aherrojada y encerrada en la jaula de las disposiciones oficiales que emanan de los Gabinetes de Orientación Pedagógica de la Consejería de Educación de la Junta, en los que, como es natural, proliferan los pedantegogos (Gregorio Salvador, con toda su autoridad académica, inventó el palabro) que creen saberlo todo y coaccionan y pontifican sobre lo divino y humano, y dicen trabajar para un material tan sensible como son los niños o los jóvenes. La libertad creativa de los excelentes maestros que existen en nuestras escuelas, se pierde en las arenas movedizas de las disposiciones recogidas en los Boletines oficiales, en la normativa inacabable y asfixiante que pretende formar maestros clónicos y alumnos tan deficientes como exasperados.

Por mucho que se empeñe doña Cándida Martínez en presentarnos un paisaje conmovedor en el que los problemas que padece la enseñanza habrán desaparecido a muy corto plazo, yo me atrevo a decirle desde aquí que se equivoca porque parte de un presupuesto falso: no son los niños los que fracasan en su escolaridad, sino un sistema que, por inadmisible, debería ser desterrado. La escuela, los maestros, necesitan, en todo caso, respirar el oxígeno de la libertad que es imprescindible para la creatividad y el incentivo de las imaginaciones infantiles. A mi me asusta doña Cándida con esa amenaza de que desde la Consejería ‘diseñamos de modo permanente planes y programas capaces de adaptarse y dar respuesta a las nuevas necesidades sociales’. Señora consejera, la cosa es bien simple: o volvemos a una escuela humanista, con todo lo que significa hoy la aplicación de las nuevas tecnologías, o seguiremos en el páramo de los fracasos escolares y la insatisfacción de unos maestros abrumados que sienten como propio un fracaso que ya viene de antiguo y que, en ningún caso, es responsabilidad suya.

Falta libertad en la escuela, falta respetar la iniciativa creadora del maestro, faltan mecanismos para estimular a los alumnos a los que hoy hablarles de esfuerzo es una tarea inútil gracias a la demagogia imperante. Falta sensatez para que los maestros no se sientan ‘vigilados’ permanentemente por los ‘didactas’ de turno. Señora consejera, cuando éramos pobres, vivíamos la felicidad de las escuelas con una Enciclopedia bajo el brazo, una pizarra pequeñita con pizarrín y un cabás para guardar cuadernos famélicos. Las pizarras cantaban con la geometría y los quebrados, los adjetivos y las definiciones, y un mapa de España, maltratado por el uso y los años, nos trasladaba a los paisajes de los ríos de la península. Pero teníamos unas maestras tan espléndidas, tan libres y magníficas que supieron prepararnos para la vida difícil que teníamos por delante. Aquellos tiempos tampoco fueron fáciles para nadie, pero además de conocimientos supieron inocularnos educación cívica, el sentimiento de solidaridad hacia los más desfavorecidos, el de la generosidad y el respeto hacia los demás, el talante de la humildad, la maldad de la envidia y la soberbia, la estulticia de la vanidad.

Ahora parece que las pizarras hubieran entrado en el oscuro pozo de los silencios administrativos. Y serían un lugar excelente para escribir sobre ellas la palabra LIBERTAD y debajo todos los agravios y prepotencias que sufre la enseñanza en nuestras escuelas.

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