Publicado en Ideal el 20/01/2008.
José García Román.
María Zambrano recuerda «que la vida, por sí misma, nos exige una moral, y no se puede mantener sin ella», y esto es aplicable a la democracia que, según se ha dicho, es algo más que acudir a las urnas cuando los ciudadanos son convocados. La experiencia en el insaciable poder acaba en delirio recortando alas, amurallando libertades, abusando del débil, domesticando al desprotegido, imponiendo miedo, familiarizándose con el despotismo que llega hasta límites tan vulgares como disfrutar diciendo ‘no’ en un despacho inmerecido, en unos metros cuadrados prestados, o haciendo esperar más de lo debido para aparentar importancia. Un poder que, «detrás del trono» y envuelto en sombras, nunca da la cara pues oculta su identidad en la oscuridad de su pensamiento y musita con palabras de Russell: «Qué poco saben estas marionetas quién está tirando de los hilos».
Con la democracia llegó un aire fresco que, a cambio de un salario justo, aunque hubiese que sacrificar empleos de docencia y puestos de prestigio, invitaba a una gran aventura: devolver la palabra y desterrar injusticias («el confort de unos pocos se sustenta sobre la miseria de muchos»), informes privilegiados, nepotismos provocadores y retóricas vanas. Merecía la pena que el pueblo hablara sin cansarse, que se entusiasmara con la idea de que todos podíamos vivir a gusto, desarrollando libremente nuestros talentos, y morir con dignidad, de la mano de unos gobernantes cercanos, dispuestos a dejar el cargo a quienes pudieran desempeñarlo mejor.
Llegamos a pensar que era posible. Pero el tiempo se encargó de traer la desconfianza que hoy habita en el corazón de tanta gente, aunque sepa que «no hay forma de gobierno que acabe con las debilidades humanas». En 1992 ya había subido la temperatura de la corrupción, pudiéndose contemplar las desafiantes orejas del lobo cuyos aullidos inquietaban. Los ‘Pactos de la Moncloa’ fueron fulminados. Y hubo un nuevo ‘descubrimiento’: que la política, con un poco de suerte, podía ser el negocio para toda la vida. Y se empañaron cristales de ilusión. Y comenzó a cuestionarse aquella ardorosa entrega altruista, apasionada del bien común, convertida en política ajada, diseñada a medida de los partidos, con poderes perpetuados y medios de blindaje.
Es patente que algunos que se han dedicado, o se dedican a la política, han sabido ponerse a buen resguardo en esta dolorosa crisis del euro, inclusive echándole alguna mano al entorno familiar. Con estas premisas es natural que lo que rodea los asuntos públicos esté bajo mínimos. De poco ha servido el escándalo del ladrillo que tras muchos esfuerzos ha podido destaparse, poniendo colorados a algunos ayuntamientos.
El «he ganado las elecciones» se ha convertido en argumento decisivo para no escuchar opiniones que no sean las de los ‘allegados’, ni abrirse a otras propuestas. Obsesionados por la reelección, por establecerse, en complicidad con unas urnas que tragan papeletas en las que poco hemos podido intervenir -ni siquiera se nos da la opción de decidir el orden de los candidatos-, caminan como autómatas, aunque nos acosen el miedo a los ‘menores’ violentos, la brutalidad de algunos inmigrantes, la amenaza del ‘mobbing’, las grúas de la codicia, la ostentación, el despilfarro, los encumbrados precios o el IPC más agresivo.
La política ha propiciado clientelismo, negocios familiares, nóminas millonarias, excesiva porcentualidad y escasa linealidad, y ha favorecido que el carné y el sindicato puedan ocupar puestos de alta responsabilidad y remuneración -lo que sería imposible en una situación de normalidad-, destrozando aquella ilusión de la igualdad de oportunidades. La política, obedeciendo el dictado de elites que controlan y exigen «pasividad», ha fomentado ventas de ‘primogenituras’ por ‘platos de lentejas’, hiriendo de muerte libertades, hoy sumisas. Mussolini dijo en una entrevista: «Puede salirse de una tienda de campaña para entrar en un palacio, si está uno dispuesto, en caso de necesidad, a volverse a su tienda». Olvidándose del autor, no está nada mal la reflexión.
Cuando se afirmó en 1990 que la información «es sobre todo un negocio», se denunció «la muerte del periodismo» a causa del nuevo dominio de los medios de comunicación -que ya no serían el ‘cuarto’ poder sino el ‘segundo’- y a «una especie de sida de la información: el derrumbe de un sistema inmunológico en relación a las presiones externas».
Las radiografías hablan por sí solas. El diagnóstico no admite dudas. Sólo falta el remedio, que, por lo que vemos, tarda en llegar, en estos tiempos obsesionados con el lucro y la pura rentabilidad, que animan a gobernar como dueños en vez de administradores. La fiebre fue ignorada pues no interesaba eliminar la causa. Ahora, con unas aspirinas de imagen y la ayuda de una frágil memoria, se pretende curar una enfermedad que exige cirugía profunda, porque, de lo contrario, seguiremos en esta comedia de hablar por lo bajo y dejar que pase la vida, y que la vida pase de nosotros, aunque sea cebándonos. J. Starobinski afirma que «justicia, libertad y moralidad no acompañan a la acumulación de bienes y el complejo desarrollo de leyes e instituciones publicas».
MacIntyre señala a los «manipuladores profesionales de la opinión pública» y los hace responsables en grado elevado de la situación de desencanto y atonía que se vive, por lo que «los electores no sabiendo hacia dónde volverse, sustituyen un conjunto de políticos charlatanes por otro». Y es que, según dice el citado filósofo, «lo que constituye el triunfo de la vida se reduce a la adquisición exitosa de bienes de consumo», caldo de cultivo para un liberalismo domesticador y disolvente de nobles aspiraciones.
Es hora de reformas, pues no somos «meros números en las votaciones», según dijera Fernando Morán.