Publicado en Ideal el 26/03/2008.
Remedios Sánchez.
La prensa, que es el boletín oficial del estado de las clases medianamente ilustradas, nos contaba el otro día en un titular que «empeoran el vocabulario y las faltas de ortografía de los universitarios». No es algo que nos sorprenda, se veía venir desde que las cifras nos indicaban que un tercio de los estudiantes de Primaria tienen una deficiente comprensión lectora y escrita, circunstancia que se ve corregida y aumentada en secundaria, donde tienen esta ‘virtud’ la mitad de los aprendices.
En los últimos decenios, los niños se han ido dejando por el camino, como ya decíamos en un artículo anterior, la cartografía esencial del español que es la ortografía, la gracia de sus tildes, a sus panzudas ges, a las gráciles y asustadizas jotas, a las manadas de salvajes haches, a las recuas de bes y plácidas uves que pastaban en esta piel de toro que, de tan reseca, se está resquebrajando. Ahora resulta que son ya los universitarios los que confunden la ‘g’ con la ‘j’, la ‘b’ con la ‘v’ y no tienen ni puñetera idea de cuándo hay que poner ‘h’. De las tildes mejor ni hablamos, que eso son ya palabras mayores, signos inescrutables, profundos arcanos para la mayoría. Y esto, en los mejores casos. Corregir un examen requiere ahora para el docente no adocenado un esfuerzo de desciframiento que no es comparable siquiera con el de los estudiosos de los jeroglíficos egipcios y una elevada dosis de paciencia aunada a un par de ‘tranxiliums’, a ser posible inyectados en vena, que dicen que hacen más efecto.
Mientras la lengua castellana o española se muere por constantes derrames de ortografía, muchos nenes y muchas nenas de los que pueblan nuestras aulas (conste que lo que sí tenemos ahora muy en cuenta es la parida del sexismo lingüístico, no nos vayan a acusar de no ser políticamente correctos), de los que ocupan sin remilgos, sin conciencia de lo que están haciendo y sin interés las bancadas universitarias, escriben los exámenes o bien esquematizados por aquello de no desperdiciar papel (ahora el ecologismo resulta que es un eximente del dominio de español), o bien nos los reproducen como si de un mensaje de móvil se tratase y aquí, los docentes, fueran sus colegas de barra de bar. Manda huevos, que diría Federico Trillo, ex presidente del Congreso de los Diputados, en su dominio del román paladino.
Pero es que resulta, que a pesar de todo lo dicho, no son ellos, los sufridos estudiantes, los culpables de tanta estupidez, de tal grado de insensatez, de que la lengua esté permanentemente a punto de sucumbir ante las embestidas de la mentecatez y de que no fenezca casi por milagro divino. La culpa es del Estado, que desprecia su identidad lingüística, de ese Estado que es una entelequia y no una persona, lo que impide que le demos una honesta patada en el trasero; desde él, con las sucesivas reformas educativas que han quitado protagonismo a la lectura que es una fuente manantiálica de vocabulario, se está propiciando el analfabetismo, la ruptura, la estulticia y el ministerio de la cosa, con su ministra en funciones apoltronada como máxima responsable, ni se inmuta. Más al contrario; el sistema paquidérmico y miope desprecia el esfuerzo y premia la ignorancia, fundándose en una libertad absurda, una libertad que no reconoce el derecho docente a suspender a un alumno por el desconocimiento de las leyes que rigen su propia lengua materna. Y así nos luce el pelo. Antes, sólo unos pocos leían a los clásicos (Lope, Cervantes, Quevedo) y a los grandes del XX, a Juan Ramón con su Platerillo, a Machado con su campo castellano y a Federico a hurtadillas. Ahora ya no los lee nadie porque están demodè, desfasados: no salen ni en ‘La isla de los famosos’, ni en ‘Operación Triunfo’. Son, mismamente, unos pringados. Los chicos de quince, año más año menos, están demasiado ocupados con la play-station y con los sms del móvil para dedicar su tiempo a puñetitas como que un tipo raro hable con un borrico o que un hidalgo chalado luche contra molinos de viento. Más que nada porque al que habla con el burro lo mandan a las tertulias de la tele con viento fresco y ni tienen repajolera idea de lo que es un hidalgo.
Si en el solar patrio la cosa va mal, rematadamente mal, en nuestra Andalucía imparable, donde según el informe PISA encabezamos el pelotón de los torpes, el Consejero en funciones, don Sebastián Cano, empeora el tema cada vez que abre la boca. Afirma que no es tan grave que nuestros alumnos tengan faltas de ortografía. Que aquí lo importante es que terminen la ESO dominando las competencias básicas que les permitan desenvolverse en sociedad. Cuando don Sebastián tuvo la humorada de soltar tales perlas propias de una mente brillantemente amueblada, una, que trata de comprender el funcionamiento interno de los cerebros de nuestros políticos, pensó que la honesta profesión del señor Cano -fuera de la política- podría muy bien ser la de soplador de vidrio o la de herrero equino. Por eso, cuando leyendo su curriculum nos enteramos de que se define como «un docente», de que le han dado la Medalla de ‘Alfonso X el Sabio’ por sus desvelos educativos en la implantación de la LOGSE y de que tiene los títulos de maestro y pedagogo, el sobresalto y la sorpresa han sido de aúpa. Tanto, como para empezar a poner velas para que Chaves, en un alarde de inteligencia, nombre a Teresa Jiménez nueva consejera de la cosa ‘ipso facto’. Aunque eso sí: que no dejen al señor Cano en la calle. Que no lo echen después de tan tremendos servicios prestados a la patria andaluza. Que le den otro puesto y que no lo manden a trabajar a un centro educativo, y menos con niños con el candor pleno de la inocencia y con la mente abierta al conocimiento. Los niños no merecen tamaña desgracia que les marcará toda la vida, todo su futuro en el que, todavía y mientras existan maestros buenos que aman su profesión, hay esperanza. Que no los echen a perder con el retorno de Cano a las aulas. A ver si se compadecen de las pobres criaturitas.