¿Para qué más libertad de expresión?

Publicado en Ideal el 25/05/2008.

José García Román.

No hemos guardado la línea y se nos ha quedado el traje pequeño, casi nuevo. Hemos comido demasiado. Y así estamos, bien servidos y sobrados de lo políticamente correcto, por lo cual para qué reivindicar más libertad de expresión cuando hay tanto que denunciar y no lo denunciamos porque no tenemos valor para ejercer ese derecho fundamental y ponemos puertas al campo de la libertad amordazada y censurada por nuestra propia dictadura que delata carencias que hoy sufrimos a pesar de lamentos y manifiestos. Se nos ha entregado la llave de la libertad de expresión y sin embargo no sabemos qué hacer con ella o la usamos para lo que no debemos. ¿Ha habido muchas reflexiones sobre el sorprendente comentario del Rey en relación con el presidente del Gobierno? En la calle, todas. ¿No hubiera merecido la pena opinar sobre las manifestaciones del monarca, que han marcado un antes y un después en la política de España? Si hay ‘sobrepeso’, no existen tallas más grandes, y además no se hacen trajes a medida.

Hablar de libertad suena a huero en boca de quien no la practica. Mejor sería repetir aquella respuesta de Lenin al ministro De los Ríos quien, tres años antes -en 1917-, en su lección magistral leída con motivo de la apertura del curso de nuestra universidad, dijo que la libertad «es la fórmula de la credulidad en el progreso moral del individuo y de la humanidad».

De la mano del mes de mayo, insistentemente los medios de comunicación han reclamado la libertad. Un aspecto esencial de ésta es la libertad de expresión, definida por la profesora Victoria Camps como «el ejercicio de la facultad de criticar a los poderes establecidos». Pero puede ser demasiado convincente una mano en el hombro o una sonrisa acompañada de alguna propuesta tentadora que ‘aconseje’ la no aplicación de la misma medida para todos y para todo, convirtiéndonos en asalariados francotiradores del sistema en lugar de guardaespaldas de la libertad. Ahí radica la credibilidad y la nobleza de la profesión periodística, de los que se adentran en las selvas peligrosas de la sociedad o están en la vanguardia de las guerras, y aunque silben las balas por sus cabezas y sientan derrumbarse su futuro, no les tiembla el pulso al abrazar la cámara, ni se rinden ante la mirada perversa o la palabra amenazante. Cuando los héroes se esconden, los intelectuales se ocultan y callan; cuando las palabras hieren los oídos porque la vista se escandaliza es que se ha funcionarizado la sociedad, convirtiendo la patria, la religión, la libertad, el honor, la ética, la filosofía, el arte, la poesía en agencias de empleo.

El poder (nosotros mismos cuando lo ejercemos) es experto en hacer callar porque posee técnicas para sembrar la desolación en el huerto de nuestra intimidad donde el idealismo no suele mostrarse precisamente fulgurante. Para reclamar la libertad de expresión hay que tener los papeles en regla, que se consiguen en la batalla diaria contra el poder opiáceo. No pretendo dar lecciones en materias que se estudian en aularios de periodismo que no he frecuentado y por tanto carezco de la titulación correspondiente, pero sé que hay periodistas que viven y se desviven por elevar el tono ético y moral de la vida relajada en sus aspiraciones más sublimes.

É. Zola consiguió desnudar la mentira del poder plantándole cara en la calle con octavillas, aunque tal actitud le obligase a huir de la Francia de la trilogía revolucionaria para salvar su vida. Desgraciadamente no proliferan alegatos como el suyo con una actitud tan ejemplar al ‘acusar’. Políticos, intelectuales y periodistas han debido exiliarse, borrar huellas familiares y sufrir una vida errante por defender nuestros derechos y enfrentarse a los fundamentalismos, al terrorismo, a la mafia, al grave desorden de la inmigración violenta e intolerante, al poder corrupto, asumiendo una muerte en vida. ¿Es lícito que nosotros -orgullosos de ser funcionarios de la libertad, con la paga de fin de mes- reclamemos más libertad, cuando a la caída de la tarde las tareas siguen sin estar hechas y aquella duerme intimidada y silenciada en el sótano de nuestra casa, y sin embargo no demandemos más vergüenza, con la falta que nos hace? Harto de enredos de lenguaje, recomendaba el pragmático filósofo Rorty que cesáramos de buscar el poder. El problema de la prensa y los medios de comunicación es que son el poder, y como genuinos defensores de la sociedad deberían ser el contra-poder.

É. Zola fue víctima de «una prensa desenfrenada» y de «periodistas con menos escrúpulos» a raíz del ‘affaire’ Dreyfus. Esto le hará exclamar con rabia: «He atacado lealmente, a la vista de todos; sólo se atreven a responderme con ultrajes de los diarios comprados [ ] levanto acta de esta obstinada voluntad de tinieblas», mientras recordaba que «la opinión pública está hecha en gran parte de esas mentiras, de esas historias extraordinarias y estúpidas, que la prensa difunde cada mañana».

Dijo el referido escritor que «los puños revientan los labios de los que defienden la libertad». Por eso, ningunos labios que rocen la cara del poder tienen autoridad moral para reclamar «la libertad de la voluntad humana». Sólo la voz decorosa de los labios ‘reventados’ es creíble. Sin embargo, existen otros espacios de menos riesgo que no provocan derramamiento de sangre, ni traumas graves, aunque sí severas incomodidades.

Hay voces «con obstinada voluntad de tinieblas» provenientes de la garganta de una democracia sin anhelos de renovación, de ambiente anaerobio, que con su actitud se unen a los ecos de aquella respuesta de Lenin cuando al hablarle de libertad contestó: «¿Para qué?». Una vez más los tiempos de las Luces acaban convirtiéndose en tiempos deslucidos.

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