La divina necesidad

Publicado en Ideal el 12/10/2008.

José García Román.

El consumismo compulsivo ha conseguido convertir las calles de nuestra vida en un inmenso bazar ‘todo a cien’ que nos incita a comprar, aunque no necesitemos nada de lo que se nos ofrece y al cabo de unos días se convierta el objeto adquirido en un estorbo que no encuentra sitio en la casa.

Desde hace algunas décadas se nos viene diciendo que es preciso un mundo que se aleje de la ‘necesidad’, de los provocadores derroches que no conocen los límites de esta necesidad que día y noche no cesa de pedir porque se le da voz como elemento clave en las relaciones sociales que se sustentan en las posesiones y no en el control de los deseos que en demasiadas ocasiones son graves afrentas al sentido común. ¿Cómo podemos sentirnos más realizados siendo propietarios de un coche de plata o teniendo en el cuarto de baño grifos de oro? La necesidad puede abusar de tal modo que llegue a exigir una televisión gigantesca que con un mando neuronal la haga emerger de un césped de película entre placeres paradisíacos, a modo de gran trofeo en la escalada de prestigios sociales.

Sin embargo, para otros, andar por el campo en compañía de pensamientos esculpidos con amor y pasión, saludados por la sonrisa de una flor y acariciados por la brisa más pura, puede ser el mayor de los placeres que fulminen sombras de frustración y fomenten reencuentros que ayuden a alejarse de ese escaparate que denuncia un ‘progreso’ incapaz de controlar desmanes y que chantajea impunemente siempre que lo desea, y que, cuando arrecia la tormenta, «para evitar males mayores» -aparte de unos beneficios de asalto, sueldos abusivos y blindajes inmorales-, consigue irse de rositas no sin antes pedirle perdón por haberlo hecho de oro.

Hasta hace poco muchos presumían de ganancias, hinchaban el pecho, miraban por encima del hombro y hablaban como expertos del superávit repitiendo al pie de la letra lo que decía el ‘apuntador’ de turno. Ha bastado tirar de la manta que ocultaba temeridad, codicia, corrupción y abuso, para que tantos mirlos blancos exhibicionistas -ejecutivos o asesores- que alardeaban de ser honrados salvadores que merecían escandalosas remuneraciones, se escondan, enmudezcan, se escuden en el sistema, pidan ‘auxilio’ y, encima, gasten una fortuna para celebrar las ‘inyecciones’ diarias de dinero, mientras el ahorro siente taquicardia ante una situación más que delicada.

En estos días valoramos mucho más que haya gente que encuentre la dicha en la ausencia de necesidad, en el anhelo de no sentir deseo de poseer, en el placer del desprendimiento como estado de perfección, impropio de una civilización como la nuestra que tiene a gala haber alcanzado el techo del bienestar, de una vida con tantas cosas a su alcance, violentando los límites. Por este atropello, el conquistado mundo del bienestar se tambalea apareciendo la verdadera necesidad en forma de mendigo, mientras viene a nuestra memoria la imagen de Chaplin cuando se ‘mofa’ del globo terráqueo en aquella película genial en la que se ridiculiza a Adolfo Hitler, y con él a todos los dictadores. La historia de la humanidad nos avisa que civilizaciones que fueron luz y riqueza acabaron como empezaron: ordeñando cabras, comiendo dátiles y frutos de los caminos, viajando en burros y durmiendo a la intemperie, bajo la mirada de las estrellas.

Somos buscadores de felicidad y pretendemos encontrarla, bien mirando hacia atrás, sin nostalgia y con el pensamiento puesto en una sociedad sin tanta tecnología, más conformista y menos agresiva; bien soñando en un futuro de adelantos que nos prometa la inmortalidad en un mundo desleal y competitivo.

Anhelamos ‘la gran evasión’ para conseguir una libertad imposible, porque el modelo no es el que nos proyectan, ni las ‘alambradas’ son un obstáculo insalvable a pesar de los mensajes de los amenazantes vigilantes y mercenarios al servicio de los dueños del mundo. El progreso no cesa de crear necesidades que a veces son una escandalosa denuncia pues ofende a una gran parte del género humano que sueña con un pozo de agua cercano a su refugio. Unas necesidades que nos llevan por senderos ilícitos e inmorales, apoyados en circunstancias abusivas que han propiciado un sistema corrupto e insaciable que se dice justo y solidario, y para colmo presume de tal. Necesidad y vacío conviven, a la espera de satisfacer y volver al ciclo «más producción para más consumo; más consumo para más producción», como dice el pensador Manuel Villegas López.

Presumimos de un progreso desmesurado, con palabras acicaladas que procuran ocultar la tramoya, la otra realidad de nuestra existencia, y que en la discrepancia, dicen jactanciosas: «¿Dónde vives? Esto es una carrera». No nos debe extrañar, por tanto, el desencanto que sufrimos, el nerviosismo que se apodera de nosotros ante el cambio que se avecina -por otra parte, necesario-, la debilidad que percibimos en lo que creíamos fortaleza, el saber que en unos segundos una granizada inesperada puede acabar con la cosecha del siglo enviándonos a la cola, completamente desnudos, en busca de la ración del día.

Leemos en el Tao Te King que «la peor de las faltas es querer siempre adquirir aún más. Los que saben decir ‘ya es bastante’ están siempre contentos». Cuando se arruina la grandeza es que no lo era. A los apogeos sigue la decadencia, es ley de vida; como que los malos gobiernos quiten a los que tienen poco para dárselo a los que tienen mucho, según nos recuerda el pensamiento oriental. Tal vez lo que escasea es la necesidad de dar, de dar cada día más, porque el que más da, más tiene, y menos necesita.

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