Publicado en Ideal el 02/09/2007.
José García Román.
La vida cultural, cuando no es acosada por aires grandilocuentes, sufre atmósferas de intriga y mala educación o las dentelladas de una crítica destructiva, por lo que no es fácil que encuentre el modo adecuado de ofrecer la visión panorámica de una realidad natural, ajena a complejos de cualquier índole, sin imposturas ni mendacidades. Los pueblos con ansias de vuelos y espíritu de superación aspiran a la perfección del gusto, perfección que es anhelada por la gente que se siente atraída y estimulada por los que dejaron como legado a la posteridad sus huellas más señeras, gracias a un pensamiento singular, desbordante de ideas y pleno de luz.
Hoy la palabra cultura se usa para todo, llegando a ser signo de contradicción al haber pactado con el pan y circo, con la falta de estilo y la ausencia de buenas formas, rindiendo culto entusiasta a la cantidad -locamente enamorada de la estadística-, embobándose con el aplauso fácil, ajeno a la calidad, y empeñándose con euforia en decir lo que no es. Porque tantas cosas que llaman cultura están haciendo aún más inculta a la sociedad salvajemente neoliberal, del pensamiento único, del doble lenguaje, de lo políticamente correcto, de la obediencia ciega por complacer al apuntador de turno, de la rendición al sofisma, del culto al dinero, de la exaltación del poder, del exterminio del humanismo, de la estrangulación del silencio, del desdoro, de la deshonra, del desánimo, de la prisa. Manda la calle, que ha invadido nuestra propiedad y ha pintarrajeado las paredes de nuestra morada, acosada por los malos olores y los balidos propios de pueblos lanudos que pagan el precio de la sumisión a un progreso de esparadrapo en la boca, de consignas groseras que invitan a cerrar los ojos de día y abrirlos de noche.
Un calendario más o menos repleto de actividades culturales no significa nada si no se erradica de la costumbre la sinrazón vestida de razón, pues el noble mundo de las ideas y del decoro, que frecuentemente lo suplantamos con frases bonitas, se gobierna con normas rectas, sin componendas. Por eso la cultura de carnaval es una farsa, aunque el carnaval sea cultura. Los árboles gigantescos han vivido siglos a la intemperie. La cultura no se improvisa ni le sirve el agua de simple baldeo.
Si la cultura de andar por casa pide esfuerzo, la grande exige tensar las cuerdas del alma para afinarlas y poder así conseguir los sonidos deseados. Como semejante tarea no forma parte del ideario de la masa, se opta por la vulgaridad de eliminar alturas y allanar montes so pretexto de evitar el elitismo que hipócritamente pretendemos despreciar mientras nos construimos torres de distinción y privilegio, y luchamos por entrar en los círculos de poder y de las relaciones, atestando de tarjetas de visita impresas con tinta de apariencias los buzones de los influyentes. Beethoven asumió heroicamente su papel de Prometeo para mantener el ‘fuego’ que estremece el corazón cultivado de los pueblos y fuerza a decir a algunos revolucionarios -Lenin, por ejemplo- «si sigo oyéndolo no hago la revolución»; revolución que en demasiadas ocasiones acaba controlando cruelmente «la vida de los otros»: objetivo de los que no creen en el ser humano ni en la libertad.
La gran cultura, la que proporciona señas de identidad a los pueblos y los eleva a alturas que son retos de la humanidad, tiene su propia voz, cuyo eco llega a los confines del mundo, y no pierde el tiempo buscando protagonismos superfluos ni mendigando publicidad, pues es decorosa, y el recato, su norma.
Hay ciudades que imponen respeto por su rigor jerárquico, calidad de vida, oferta cultural, seriedad de raciocinio y credibilidad de discursos políticos, marcando con firmeza distancias entre lo profesional y lo amateur. En las ciudades robustas, las trompetas suenan con sordina, y sólo en ocasiones a pleno pulmón, con el pabellón desnudo dirigido al cielo cuando rinden homenaje a los que con sus vidas regalaron grandeza y a los que no cesan de generar energía creativa, enriqueciendo las huellas que atesoran. Sospecho de los que mueven la cabeza con desdén cuando se manifiesta en su esplendor el mundo del Vals en Viena -mimada por los Alpes, los bosques y el Danubio-, por quedarse en la apariencia de una expresión artística demodé que ha esculpido un estilo que impregna a las gentes de una tierra de paisaje excepcional, que se preocupa del agua y de los lagos gracias a la sensibilidad emparentada con un señorío intelectual y una peculiar ‘aristocracia’ a la que de boquilla hacemos asco aunque de hecho la anhelemos, pues cuando la fortuna nos sonríe con un puñado de euros no podemos vivir sin los lujos que criticamos y sólo encontramos acomodo en la vivienda soñada, con un tren de vida de derroche, acompañado de una sonrisa-lifting, y estamos dispuestos a pagar el precio de una butaca el día de Año Nuevo en el Salón dorado del Musikverein vienés.
París, Viena, Berlín -diré sólo algunos nombres de ciudades egregias-, son retos, estímulos y avisos de respeto. La autocomplacencia es una manera necia y peligrosa de engañarse, como lo es exhibir mediocridades, adecuar la ciudad a nuestra medida, persiguiendo que su nivel y progreso se midan exclusivamente por la altura de sus edificios. Pretender adaptar a nuestra estatura la morada espiritual, intelectual y artística de ciudades e instituciones, poniéndolas a nuestro servicio, en lugar de hacer lo contrario, es desdoro para toda inteligencia honesta. No es de extrañar que cada anochecer podamos ver en los contenedores de la basura bolsas de ideas geniales, diarios de viajes heurísticos, relaciones de éxitos sonados cuya repercusión no sobrepasó los límites de la propia sombra
La cultura es asignatura pendiente en lugares hoy masacrados por la codicia, el mal gusto, la falta de preparación ética, intelectual y artística, y el libertinaje, que propicia que se admire a gente que duerme en la cárcel, roba a plena luz del día, se ríe de la ley, vive del chantaje y se mofa de los que no son capaces de prosperar ni de tener una nómina decente.
Debemos preguntarnos por el nivel cultural de Granada, si está a la altura que se pregona, y que en ocasiones se queda en ditirambos y frases ampulosas con tonos de afectación, a pesar de los espejos que poseen autoridad por su prestigio conocido y reconocido en ambientes sin mordazas, vasallajes ni capitulaciones. Estimo que procede una rigurosa reflexión para adoptar las decisiones que corresponden a una ciudad que, según nos dicen y nos repiten, tiene vocación europea de la cultura, y así lo creemos tantos. Pero habrá que demostrarlo.