Educación para todos

Publicado en Ideal el 14/10/2007.

José García Román.

Los valores -desvalores para otros- son los rodrigones de la sociedad que la mantienen enhiesta -que no firme-, erecta -que no insolente-, arbórea -que no petulante- y alejada del baile del junqueral. Con frecuencia se analiza la realidad en función de unas circunstancias como la propia instalación, las gafas personales, el resentimiento, el lucro, la ambición, el «ya es hora de que me toque a mí». La buena educación ayuda a soportarnos, a hacer más llevadero el teatro de atrezzos toscos con proscenio de conchas vocingleras en este tiempo de banderas desteñidas, de divisas agresivas, de mentiras monumentales, de agobio de eslóganes, y de enseñar el ombligo a todas horas. La democracia nos ha traído una libertad con siglas, blindada, aburrida, desmemoriada, descocada e inverecunda. Mal asunto, pues la libertad no tiene apellidos. Sólo nombre. Un nombre heroico, hijo de la sangre.

Ahora nos hemos dado cuenta de que navegamos por un mar muerto, de principios sin principios, de brutal especulación, de aires caciques, de decálogos de carné. La calle pintarrajeada grita vulgaridades mientras se enseñorea la grosería más desbocada. El mando a distancia ha conseguido que la basura comparta con nosotros mesa y mantel. Los niveles de educación -bajo mínimos- se han quedado sin pulso. No creo que puedan bajar más. Es un consuelo. Digámoslo en voz alta: que somos muy maleducados, sobrados de pésimos ejemplos.

Pretende la nueva directriz educativa que el ladrillo y el cemento vayan al cole. Ya era hora. Tarde nos lo fían. ¿Se van a dejar? Ser nuevo rico da mucho gusto y permite taconear por las aceras, con la cara convertida en perpetua e insensata sonrisa, guardadas las espaldas, tan difíciles de defender en la mayoría de los hijos de la constitucionalísima igualdad de oportunidades. El viaje es largo y las sirenas se ponen muy pesadas: que si la clínica, que si los viajes, que si la vivienda de postín, que si el coche de lujo, que si el veraneo, que si la fiesta, que si la zona vip, que si la bodega, que si el vestuario, que si los restaurantes, que si la inversión. ¿Qué lata! Sin embargo, por algo hay que empezar. Pero los libros pueden llegar a ser nada. Por eso algunos los abandonaron, hartos de su sabionda tiranía, y se fueron ansiosos de filosofía a cuidar cerdos, a acariciar el arado mellado por el hormigón-endodoncia implantado en la tierra.

La asignatura ‘Educación para la Ciudadanía’ está generando un largo y acalorado debate. Dijo Goethe que se podrían engendrar hijos educados, si lo estuvieran sus padres. -Es para ponerse colorado-. Se educa en la casa, si lo permiten algunos medios de comunicación que incitan al desmadre y a la procacidad, y se deseduca en la calle. Hay interferencias entre la instrucción y la educación. Y además nos ha dado por hablar. El viento lo certifica. Hablan de libertad, los que imponen sus criterios; de democracia, los dictadores; de igualdad, los que practican la desigualdad; de compartir, los insolidarios; de rebeldía, los sumisos; de transparencia, los opacos; de respeto, los irrespetuosos; de paz, los violentos. Mientras, las estatuas bostezan en sus pedestales de ditirambos y miran hacia otro lado.

Hemos sucumbido a la dictadura del poder y del dinero, nuestro principal objetivo. Dejemos de disimular. Son demasiados los carteles con el dedo en los labios, pidiendo silencio, como si estuviésemos en un hospital, con mensajes invitando a la hibernación, a convertir el corazón en una nevera. La discrepancia vive bajo sospecha. El pensamiento, congelado. Los medios de comunicación están sometidos a una asfixiante cuenta de resultados. La baja política lo ha infectado todo, propiciando enriquecimientos y servilismos; que puedan desempeñar cargos y responsabilidades los que no reúnen las cualidades exigidas, y que no se sepa cuándo es palabra de carné y cuándo palabra de honor -expresión demodé-. También ha conseguido que la ciencia y la investigación puedan ser de derechas o de izquierdas. Y hasta se ha empeñado en que la oscuridad irradie luz. La corrupción nos acosa. Se adelanta por donde no se debe, con los motores a todo gas. Pero los icebergs vigilan. Hemos olvidado que el Titanic del progreso, botado con la soberbia de que era insumergible, se hundió en su primera travesía humillado por los témpanos polares.

Una sociedad maleducada no es creíble, aunque se pasee maquillada con sonrisas perfumadas y abrazos fingidos. Los comportamientos suelen mimetizarse. Si hay que empezar por algo es por el convencimiento de que todos somos educadores y educandos. No educan los libros. En todo caso sirven de valioso apoyo los que sobrevuelan con dignidad el espacio de una ética que brota de lo más profundo del convencimiento y que no necesita vigilancia. Hace falta una gran reforma que incluya clases nocturnas de principios y decoro. Si partiéramos de cero podríamos abrazar aquel razonamiento pitagórico de «educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres».

Se supone que vamos hacia una sociedad que aspire a la superación, sin organizar carreras de listillos, de «tonto el último»; que no consienta que se nos falte al respeto desde los sillones del poder y de la política como si nuestro coeficiente mental fuese de parvulario. Siempre tropezaremos con la utopía, como en aquella disputa de Alejandro y Diógenes relatada por Campoamor: «Ricos manjares devoro». – «Yo con pan duro me allano«. – «Bebo el Chipre en copas de oro». -«Yo bebo el agua en la mano». Se puede perder la fe en tantas cosas pero nunca la vergüenza, nuestra entrañable compañera que no cesa de recordarnos el deber de ser educados. Y sobre todo, espejos. Porque, como decía Séneca, es lento el enseñar por medio de la teoría; breve y eficaz con el ejemplo. Ése es el reto.

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