Publicado en Ideal el 03/02/2008.
José García Román.
Algo tiene que ver la situación que vivimos, con aquella provocadora frase del filósofo Javier Sádaba cuando dijo que «los intelectuales siempre están allí donde hay un canapé», mientras nosotros los envidiamos. Por eso a nadie debe extrañar el dicho «tenemos el gobierno o los políticos que nos merecemos». Cuando el pueblo, que no sé muy bien quién es, alumbra con sus luces las noches de la libertad, los fantasmas del miedo desaparecen, al mismo tiempo que se apodera de la vida la esperanza de que es posible un mundo más honrado. Porque el verdadero pueblo, del que nace y se nutre un recto gobierno, es un toro bravo y muere embistiendo. En cambio, cuando se somete, oculta sus luces, navega en mares de ambigüedad, se entrega a investigar sombras desde su propia sombra, ruindades desde su propia ruindad, o acepta ser humillado con compras o promesas sin voluntad de cumplimiento, se convierte en cabestro que anula bravuras y fomenta retiradas indecorosas, descendiendo a la categoría de fantoche.
Es habitual que el pueblo sea usado como sinónimo de masa destinada a alegrar la calle cuando pasa el cortejo envuelto en sonrisas y saludos, a aplaudir gestos de poder, a agacharse para coger los ‘desperdicios’ que le arrojan, a manifestarse limitadamente cada cuatro años a través de unas papeletas con una libertad restringida. El político debería tener grabada a fuego aquella frase tan ilustrativa de Marco Aurelio: «Lo que no es bueno para el enjambre no es bueno para la abeja». Pericles dio esplendor a una época y de manera inteligente supo encontrar un equilibrio entre el bienestar y la presión de los tributos, entre el orden y las libertades, institucionalizando una democracia, alejada del «pan y circo», cuya gloria pervive con el paso de los siglos. Por otra parte, el gran Alejandro propagó con acierto la cultura helena aunque fueran masacrados sus fulgores con invasiones de retraso y oscuridad.
La ley, lo reconozcamos o no, guarda secretos de conveniencia que favorecen en cierta medida legitimidades bastardas. En nombre del pueblo se intenta ahogar el alma del pueblo, si es que alguna vez existió en estado puro. El juego del «toma y daca» se usa para el barniz de la legalidad, aunque sea apoyándose en una mayoría demasiadas veces abusiva, cuyos fines y resultados no pueden ser considerados lícitos. El chantaje está servido y da la sensación de que las estructuras lo favorecen. Y es que, parafraseando un dicho anónimo, el pueblo grande tiene voluntades; el débil y sumiso tan sólo deseos.
Parte de la humanidad ha conseguido avances merced a una ciudadanía que ha ido progresando en capacidad de reflexión gracias a que su estómago se llenaba varias veces al día, y sus neuronas se apaciguaban, pudiendo así dedicarse al pensamiento solidario cuyos ardores calmados se entregaban a los menos favorecidos, a los que no tenían manos, ni pies, ni lengua, ni ojos, ni oídos.
La población ha aprendido a chantajear al político con la amenaza del voto, lo que afecta a la toma de decisiones, que se desvirtúan o se posponen a la espera de tiempos mejores, con la mirada puesta en las urnas, en tanto duermen promesas y estrategias, se ingenian mecanismos que conducen a actuaciones que atentan gravemente contra la justicia y el derecho, y hacen tabla rasa de valías personales. Los votos cautivos, impulsados por el político y el ciudadano, propician una situación que daña la democracia y crea desánimo. Demasiados dirigentes caen en la desviación de aquellos que lideraban las juventudes hitlerianas, y que cuando alguien se atrevía a decir «Yo pensaría que », le contestaban: «No pienses demasiado. Eso déjalo a los caballos, que tienen la cabeza más grande». Franz Josef Müller, el último superviviente del grupo ‘La Rosa blanca’, cuyos principales ideólogos fueron vilmente humillados y guillotinados aquel febrero de 1943, dijo hace unos años con voz emocionada: «No calléis cuando veáis una injusticia». Es el reto de una ciudadanía que, desde la utopía moderada, puede soñar con horizontes en los que la sonrisa provocadora se recorte un poco, la mirada sea más respetuosa, la palabra menos militarizada y las banderas ondeen con una fe que trascienda la materialidad de la tela o el retazo de colores.
Pero nunca podremos evitar las enormes diferencias existentes en el cuerpo social, cuyos miembros aspiran a desempeñar oficios valorados por la clase alta -que aunque vulgar, desprecia al vulgo-, clavando en el camino hitos de distinción. Porque los más somos ujieres de la sociedad de ‘elite’ que ha descubierto que no hay nada como ‘comer caliente’, no preocuparse del bolsillo de hoy ni de mañana, mirar a la gente por encima del hombro y tener todo bajo su control.
En este mundo desigual e injusto, por cuyas vías se circula sin respetar la línea continua de la moral y se adelanta sin acatar las normas establecidas, no llamamos a las cosas por su nombre. Y es una lástima. El reto de la mejor Ilustración se resume en atreverse a pensar. No hay vuelta atrás desde la dignidad intelectual que exige a un pueblo, que como tal se considera, elegir, según dijo un filósofo inglés, entre una ignorancia completamente segura y una inteligencia llena de dudas.
Existe un «pasmoso silencio» de voces con autoridad y se echa de menos la anhelada «Reforma del entendimiento», que de manera meridiana puede verse plasmada en la siguiente reflexión de María Zambrano: «Sólo se justifica y vivifica la inteligencia cuando por sus palabras corre la sangre de una realidad verdadera». La vida nos enseña que cuanto más comemos más hambre tenemos. Es el suplicio que nos ha tocado en suerte. El mal de la política. El mal de nuestra sociedad. Nuestro mal. La bulimia. Hay quien se muere de hambre con el estómago lleno. Tenemos hambre, mucha hambre. Somos unos muertos de hambre.