Mayo.
Mayo. Granada huele a primavera, a celindas y a glicinias que tapizan con sus flores blancas y malvas los tapiales de los barrios más bonitos de la ciudad. Ahora, en otras muchas calles, menos típicas, con más asfalto y menos belleza también descubrimos la primavera por el olor del azahar de esos pequeños naranjos que sobreviven y conviven con la contaminación y el ruido. Nuestra vega nace a una nueva explosión de color que este año, como castillo de fuegos artificiales, anuncia el gran día de su salvación, ese que tanto se ha hecho esperar y que solo necesitaba voluntad política para poner en marcha lo que la lógica hacia desear desde muchos años atrás. ¿Será declarada, por fin, Zona Patrimonial?, esperamos que así sea y se demuestre, una vez más, que unas figuras mediáticas tienen más fuerza que toda una Institución elefantiásica y bastante ineficaz como la llamada UNESCO.
El tiempo es inexorable y sucede sus estaciones renovando y haciendo nueva la vida. La naturaleza es una gran maestra y con su continuo devenir nos enseña que toda renovación es necesaria, y que tras el invierno de leños secos no hay muerte real, sino un trabajo esforzado de resistencia y retiro para brotar con nuevas y renovadas energías. Esta escuela de la naturaleza puede hacernos optimistas, esperanzados luchadores, en una sociedad bastante muerta a los valores, a la excelencia, a la ética y el bien hacer. Nada ha muerto definitivamente si alguien en silencio trabaja con ahínco para recuperar con fuerza una nueva floración.
Desanima ver a los grandes partidos oponerse a renovar sus estructuras, a convencerse de que ha llegado un invierno, donde la crisis, la penuria y el fin han asomado sus orejas a las puertas de las sedes, mientras aquella sociedad a la que dicen representar, mira expectante queriendo atisbar signos significativos de la explosión de una nueva primavera que llene de color e ilusión a un pueblo que ha visto secarse su confianza en el futuro. Duele, y mucho, reconocer, que ellos, los políticos, por mucha mayoría que tengan han dejado de ser representación de la voluntad popular, y ante esta cruda y letal realidad, es obligación de la sociedad civil, del pueblo llano, abonar debidamente los cauces de representación, exigir una poda enérgica de aquellos árboles ajados y leñosos que a duras penas van a tener savia para rebrotar y, mucho menos, para dar frutos sanos.
Es imprescindible y urgente –porque nos jugamos la gran conquista de la democracia– ponernos en marcha como un “ejército” disciplinado y con objetivos claros de victoria. O el pueblo reacciona ante esta crisis, mucho más profunda que la meramente económica, o los mismos árboles secos y de raquítico follaje pretenderán seguir ofreciéndonos un cobijo tan pobre y engañoso que nuestras pobres molleras sufrirán la insolación de su ineficacia, secando las mejores ilusiones de una sociedad llena de valores y riqueza moral.
Mayo, 2013